jueves, 4 de septiembre de 2008

ESPAÑOLIDADES

Me siento orgulloso de no ser nacionalista pero percibo que ese antinacionalismo es un fluido delicado, más o menos como si uno fuese un pez luchador de Borneo y el agua de su acuario tuviese que mantener un nivel de oxígeno muy determinado y la temperatura exacta en todo momento. Es decir, que hay que vigilarlo, controlarlo y protegerlo. La primera premisa consiste en que contra el nacionalismo se puede y se debe luchar, pero solo contra el propio, porque en el momento en que nos sumamos a cualquier cruzada contra el chauvinismo del vecino estamos alimentando simultáneamente el nuestro. La segunda premisa advierte contra la caricaturización como síntoma de que algo va mal. El nacionalismo nos caricaturiza y nos pervierte porque nos obliga a ser diferentes de los que no son como nosotros, en una especie de círculo vicioso en el que nuestra propia identidad entra en crisis, absorbida por esa quimera, la patria, sobre la que tal vez hemos delegado parte de lo que somos. La tercera, la más simple, dice que es absurdo crearse enemigos artificiales. De momento no tengo más premisas, pero intento aplicar éstas cuando proceden, como por ejemplo en la plaza de Colón, etcétera.


A pesar de todo lo anterior, al menos en dos ocasiones en mi vida me he sentido profundamente español, no ep-pañó sino español. La segunda se produjo en Manchester, a principios de 2003; me apunté a un curso de inglés para la enseñanza y seis de mis compañeros eran iraquíes. Como se pueden imaginar, el tema de conversación más común en los descansos era la guerra de Irak, y como también se pueden imaginar, en varias ocasiones mis colegas me preguntaron y a vosotros qué se os ha perdido en mi país para ir a invadirlo. Ah, qué sensación de hispanidad más inefable, aquélla.

La primera tuvo lugar a finales de 2000. Recién llegado a Sarajevo, una excursión a las colinas me sirvió para ver los muchos campos minados y para que un amigo bosnio me informara de dos cosas: que cada año en el país más de cien niños sufrían amputaciones a causa de minas antipersonales y bombas de racimo, y que más de la mitad de estos artefactos eran de fabricación española. Todo esto me ha venido a la cabeza porque he leído en lo de Vicente y Patxi el magnífico discurso que leyó Gervasio Sánchez en la entrega de premios Ortega y Gasset de este año. Tendrán que chascar el enlace si quieren ver la maravillosa foto que acompaña el texto.

Y por lo demás, bueno, supongo que con estas experiencias ya puedo definir la sensación de españolidad como esa situación en la que uno preferiría ser andorrano. Si me da otra vez, ya les contaré.

1 comentario:

  1. A mí me gustaría ser antinacionalista, pero no sé cómo ejercer.

    Me pasa lo mismo que Ud. describe: Cuando critico un nacionalismo vecino, parece que estoy dando alas al mío... pero es que cuando critico el que me toca (por inmersión geográfica), parece que doy aire a los que atacan a éste.

    ¡Qué dilema!

    Creo que la solución pasa por criticar bien sin mirar a quién (hablando de naciones, claro). Y si alguien tiene dudas sobre el discurso, aclarar una postura concisa: Todas las naciones son inventadas y deberían desaparecer de las mentes humanas. Así el mundo sería mejor.

    ResponderEliminar