viernes, 24 de octubre de 2008

DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR / DIARIO DE LAS BESTIAS BLANCAS

(Disclaimer: Diego Sánchez Aguilar es amigo mío, por suerte para mí)

(Nota: si han llegado aquí buscando información sobre este libro, probablemente querrán consultar antes las estupendas reseñas de José Óscar López y de Alfonso García-Villalba)

Conocí a Diego Sánchez hará cosa de diez años, en una fiesta en casa de una amiga común. Esa noche bebimos una cantidad razonable de whisky y hablamos durante un par de horas. Salió Eliot, salió Bolaño, pero recuerdo que el tema principal fue (eran otros tiempos) la poesía de la experiencia. Nos pusimos gloriosamente de acuerdo en una cosa: en que la literatura no podía carecer de ambición, entendida ésta como fin, como intención. La literatura debe aspirar a algo, aunque este algo no pueda concretarse ni por supuesto elevarse a norma ni a canon. La reelaboración de lugares comunes, que entendíamos (y entendíamos bien) consagrada en el panorama poético finisecular, no servía para informar la literatura que pretendíamos. Que pretendíamos leer, no se equivoquen.

Han pasado muchos años entre esa conversación y este libro, y Diego ha escrito muchos poemas, pero el ideal sigue intacto. La poesía es una vía no cartesiana de conocimiento, y sus poderes son muchos, infinitos sus dominios, allí donde ninguna otra tiene potestad. El poeta investiga no en lo oscuro, sino en un medio donde solo sus ojos son capaces de ver algo. Sus investigaciones arrojan luz sobre lo asistemático y llevan el conjunto de la experiencia humana hacia el extremo. Aun allí, en ese extremo, continúan sus pesquisas. El plan de trabajo que emprende Diario de las bestias blancas no es otro que caracterizar, fotografiar el paisaje interior del homo sapiens en los principios del siglo XXI. Nada menos. Para ello, se cortan limpiamente unas rodajas de vida, en concreto los siete días de una semana corriente, y se instalan sobre ellas los instrumentos. A continuación, estos instrumentos registran.

Dicho así, parece muy simple, pero por supuesto no lo es. En primer lugar, hay que definir esa semana corriente. Lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿una semana corriente en la vida de quién? En este punto se desata una de las maravillas del libro: la voz de detrás de los poemas no pertenece evidentemente al autor, quien por cierto es 100% intimismo-free, pero tampoco es la del manido personaje del hombre-masa, esa figura autolimitadora e inverosímil a la que estamos acostumbrados. La voz de esta bestia blanca es la de un constructo artificial, un Mediano que encarna uno a uno los rasgos definitorios del varón occidental contemporáneo, un crash test dummy acelerado por la sociedad posindustrial (bueno, y por Diego) hacia una colisión provocada, con la intención de calibrar los efectos del nuevo fluido amniótico social sobre esta suerte de conejillo de Indias. Ahora bien, estos seres, programados a priori para ajustarse al patrón, suelen después tomar todo tipo de tangentes inesperadas, libres ya para despegarse del molde de hombre corriente del que han salido. Estoy pensando en un personaje de Coupland, de su novela jPod, que tras haber sido criado por una pareja de lesbianas feministas y ecologistas radicales que le han puesto el nombre de (sin mayúscula) cuervo, decide reencarnarse en John Doe (el nombre más común en los E.E.U.U.) y ajustar su vida a la media: el trabajo más frecuente, el salario medio, la vestimenta más vendida y la dieta estándar. Los resultados son como poco perturbadores.

Así bien, tenemos al protagonista de la particular semana en el motor de un autobús que propone Diario de las bestias blancas. Un personaje-instrumento de medición salpicado de cables y sensores, como un cyborg. Conectémoslo. Lo primero que vemos es que se encuentra en el centro (es un decir, este paisaje carece de centro) del Occidente interior, del ahora, un topos que alguien ha tenido la destreza de definir como realidad expandida. Esta realidad expandida por las nuevas tecnologías es explícita en el poemario, y tiene tres consecuencias inmediatas, las tres elementos capitales de la obra: en primer lugar, y en paralelo con el aumento de la extensión de la realidad, su pérdida de intensidad, la difusión de todo (incluido el yo), la deconstrucción de la ordenación jerárquica de sus elementos, el zapping continuo entre uno y otro y la concepción del tiempo en forma de bucle; en segundo, y derivada del aumento del flujo de datos, la procrastinación, que se define como actitud de espera, de descodificación continua (pero incompleta), de análisis sin síntesis, de eterna y absoluta fragmentariedad, si me permiten el oxímoron, según el siguiente plan, de Franz Kafka: No es necesario que salgas de tu casa. Quédate junto a la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará hasta ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies. En tercer lugar, el solipsismo, la capitulación en la eterna lucha por acceder al otro, enterrado bajo la masa rizomática de datos, pero también al yo, perdido en la actividad de descodificación e incapaz de llegar a conclusión alguna, incapaz de madurar si entendemos esta madurez como el acceso del hombre al poder individual fundado en la toma de conciencia, imposibilitado por la juventud perpetua (el solipsismo perpetuo) promovida por la sociedad del espectáculo, según el texto clásico de Guy Debord. Una insularidad radical y frenética, repito, que se define mejor con las palabras de Alain Touraine: la televisión ha creado un mundo esquizofrénico en el que entre el individuo y lo global no hay nada. En lo que se refiere a estos tres elementos, la sonda está perfectamente equipada, con el instrumental necesario a bordo para captarlos al detalle. Con las antenas de que hablaba Adam Zagajewski, si se quiere.

El mecanismo del poemario es tan sencillo como espectacular: mediante la delegación en su personaje, Diego no asiste en ningún momento al encuentro con todo lo anterior, evitando así caer tanto en lo celebratorio como en lo reprobatorio, filtros incompatibles con el paisaje que acabo de bosquejar. Además, la voz al mando es libre para saltar de imagen en imagen, según la ya bastante loada (con razón) técnica del zapping literario. No solo de imagen en imagen, sino de tonalidad emocional en tonalidad emocional, convirtiendo el libro en un patchwork policromo y resolviendo de paso, al paso, la vieja ecuación, motivo de desvelo teórico para gente como Auden o Gil de Biedma, que debe equilibrar lo discursivo y lo lírico en poesía. Es de reseñar que el fraseo, la búsqueda de versos lapidarios, tajantes o simplemente redondos y hermosos, ha adelgazado. Me explico: es posible (lo raro sería lo otro) encontrar versos muy bellos en este libro, pero no ha sido ésa la motivación esencial del autor, que ha desplazado la unidad verso en favor de la unidad imagen o la unidad poema, lo que favorece el efecto de transvase, de no nuclearidad conceptual.También podemos asistir a bucles temporales, a muestras de apropiacionismo, a juegos referenciales. Todas y cada una de estas técnicas están ahí por un motivo, subordinadas al proyecto explicitado en el párrafo anterior.

¿Nos encontramos ante un retrato generacional? Sí, si por ello entendemos la legítima aspiración de una generación de tratar de captar de forma ordenada el mundo y el momento que le son propios, poniendo para ello en marcha el instrumental de que dispone. El retrato generacional, como objetivo, debe imponerse la tarea de limpiar de la imagen las capas deterioradas, esclerotizadas, aportadas anteriormente, así como sustituir los instrumentos oxidados por otros más adecuados al proyecto, creándolos si es necesario. No si al oír el sintagma pensamos en un collage de iconos culturales como el que la publicidad de empresas como Renault o Coca-Cola ofrece en sus spots para provocar hacia ellas la empatía de los treintañeros (por no hablar de recientes maniobras de marketing editorial). Esta dicotomía está en la base de Cortes publicitarios, el magnífico poemario de Javier Moreno, con el que Diario de las bestias blancas tiene más de un presupuesto en común.

Ambición, antenas y un control total sobre el punto de vista (también ético) hacen de este libro una obra de ingeniería. Lo que acabo de decir suena a anuncio de coches. Nada en Diario de las bestias blancas va a sonar así. Ni tampoco está Richard Clayderman en su piano sin controooooooooooool.

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