viernes, 29 de junio de 2007

DON'T TRY


Cuando uno no puede distinguir la huella que le han dejado en la memoria las novelas, por un lado, y la poesía, por otro, de un autor, debe de ser que se encuentra ante uno de los grandes. Es solo un síntoma, de acuerdo, pero de una enfermedad rarísima: la voz propia. Estoy pensando en la de Goethe, por ejemplo, o en la de Roberto Bolaño. O en la que toca hoy, señoras y señores: la de Charles Bukowski.

Soy de los que piensan que el viejo Hank tuvo entre las manos una de las últimas grandes revoluciones estéticas del siglo XX, paralela a la de Nicanor Parra en nuestro ámbito, y que después de su paso de elefante por la cristalería de la poesía anglosajona, quedaron pocos territorios por descubrir en ella. Pero su mayor mérito está, me parece, en la perfecta (no la primera) plasmación literaria del mundo de los cantos rodados (en definición de Dylan) norteamericanos: la miseria y el desarraigo extremos de la posguerra, hablando de sí mismos con los suficientes odio, autocomplacencia, ironía y esperanza como para resultar creíbles. Hasta tal punto asociamos con Bukowski a esta gente que muchas veces llamamos bukowskianos a sus modestos santuarios: cuartos de pensiones baratas, taquillas de la Greyhound, vagones de mercancías con gente escondida dentro. Aunque el propio Bukowski viviera toda su vida en Los Ángeles.

Este grupo social, tan típicamente U.S.A., ha motivado al menos tres grandes películas con mucho en común: París, Texas, de Wim Wenders, Mi Idaho privado, de Gus van Sant, y Brokeback Mountain, de Ang Lee. Los apellidos de los directores son claramente exógenos (dos de ellos no son norteamericanos), y los títulos están construidos con topónimos: en las tres cintas, esos lugares son el lógico objeto de deseo, la patria emocional de sus protagonistas, el anhelo de una vida mejor que la rodante. Para apreciar en lo que vale la genialidad retrospectiva de Bukowski, nótese cómo sus personajes han superado la tentación de ese fanal terreno y se encaminan directamente hacia el vacío. Por volver un poco a Bolaño, de quien hablábamos al principio de esta entrada.

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